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viernes, 12 de julio de 2013

El “formalismo del amor”. Una clave filosófica para la moral cristiana

Luis Armando Aguilar Sahagún

     Es una cuestión debatida si Jesús de Nazareth fue o no el fundador del cristianismo como una religión entre otras. Lo que es un hecho es que el Rabbí de Nazareth es considerado por muchos admiradores como un gran maestro de una doctrina moral y, sin lugar a dudas, como uno de los testigos más insignes de la incondicionalidad de una vida vivida en el amor.  Entre teólogos cristianos suele enfatizarse que el corazón del mensaje de Jesús no es de índole moral, sino teológica: el Reino de los cielos y la paternidad de Dios. Para un creyente esto puede ser verdad, como también lo es el hecho de que su enseñanza contiene un mensaje moral peculiar que ha sido y sigue siendo objeto de estudio de exégetas y de moralistas.
     A lo largo de los siglos ha sido, de hecho, objeto de variadas interpretaciones en este sentido.  Aquí sólo nos interesa presentar la propuesta de uno de los más insignes filósofos de la religión en España del Siglo XX, el Prof. José Gómez Caffarena sj, nacido en Madrid, en 1923 y fallecido en Febrero del año en curso, el día en que cumplía 88 años de edad. Este gran pensador encontró en el filósofo Emmanuel Kant una inspiración fecunda para el diálogo fe y razón. Sus análisis del pensamiento del gran filósofo alemán lo llevaron a romper con la imagen típica del racionalista anti-metafísico y rigorista que suele presentarse de él. Resulta de particular importancia señalar aquí de qué manera es que Gómez Caffarena recupera aspectos de la moral kantiana para comprender hoy el mensaje moral del Evangelio. Sirva esta breve presentación como un homenaje póstumo a ese gran teólogo y filósofo.
    El análisis de la experiencia moral en general expone una interpretación de Kant que esclarece el fondo del pensamiento y lo aleja de interpretaciones que tienden a ver en la filosofía kantiana rasgos individualistas, rigoristas o de una mal entendida autonomía.
    Para empezar conviene hacer una observación aclaratoria acerca del sentido de lo moral en general. Lo específico de la actitud moral consiste en dirigir el comportamiento del hombre mediante valoraciones del mundo y de la sociedad que no son técnicas ni están simplemente a disposición del individuo, sino que se le presentan con carácter absoluto. Absoluto quiere decir incondicional, no sujeto a negociaciones. Aquí y ahora se me presenta una disyuntiva entre el bien el mal, lo justo y lo injusto, y mi conciencia se ve obligada a actuar atendiendo al llamado a hacer el bien y evitar el mal.  ¿De dónde proviene ese carácter absoluto de la valoración moral? Gómez Caffarena sugiere que puede tener que ver con la salvación religiosa; y ésta, inevitablemente, sugiere al hombre valoraciones absolutas de uno u otro tipo.
    Resulta significativo constatar la vecindad entre el “imperativo categórico de Kant” y el “mandamiento principal” evangélico de amar al prójimo. Se trata de un principio de algún modo más formal que la multitud de exhortaciones “materiales” específicas. Para Emmanuel Kant se trataba de encontrar un principio unitario de deber y su por qué. Y lo encontró en el “imperativo categórico”, una obligación que el hombre descubre cuando mira al interior de su conciencia le dice: “siempre que actúes, procede de tal manera que la máxima de tu acción pueda servir de norma universal”. También puede formularse en términos de: “trata a la humanidad, tanto en tu propia persona como en la de los demás, siempre como un fin y no solo como un medio”.
    Hay una semejanza con la actitud de Jesús, quien reconduce explícitamente la moral a un principio unitario sumamente genérico; este principio puede adoptar, sin forzarlo, la formulación típica de un imperativo categórico; no recibe su fuerza obligante en razón de la felicidad que hubiera de aportar al hombre, como es el caso para la moral aristotélica y tomista. La clave en este principio es una valoración que iguala, a efectos de exigencias de comportamiento, el propio ser personal con el de cada otro ser humano.
    Jesús supone que nos amamos a nosotros mismos y pide “amar al prójimo” no menos. Kant pide, desde “la humanidad” que la persona, propia y ajena, “sea tomada siempre como fin y nunca como puro medio”.
    Las diferencias son importantes, pero no anulan las semejanzas señaladas. El amor al prójimo como a uno mismo es indisociable del amor a Dios y de la aceptación en fe del amor salvador de Dios; en el límite apela a una experiencia mística, la de saberse profunda e incondicionalmente amado por Dios. El creyente normal suele referirla a la de Jesús y la  “conversión” tiene como uno de sus más importantes frutos la adopción de su principio de acción.
    Para Kant lo moral tampoco se puede disociar de Dios como “supremo Bien originario”. La razón así lo pide, como pide el imperativo de la conciencia la promoción del “supremo bien”. Cabe subrayar aquí que Kant busca establecer autónomamente el hecho moral, en lo que difiere radicalmente de Jesús, para quien los “mandamientos” proceden de Dios.
    En conexión con su índole esencialmente religiosa, otra diferencia de la exigencia moral de Jesús está en la caracterización de la exigencia moral no como “bien”, sino como “amor” (“ágape”). Cabe dudar que el amor pueda ser propiamente exigido. Para hacer razonable la exigencia evangélica (“amarás”) el pensamiento moral ha visto necesario pensar ante todo el amor como voluntad de bien (benevolencia) que es principio de actuación benéfica. En la exigencia de Jesús hay, además, un tono afectivo que abarca a la persona: la “conmoción de las entrañas”. Piensa Gómez Caffarena que, en la medida en que se dé una actitud así por parte del hombre, el mandamiento del amor quizá podrá incluir una fuerza exigitiva no menor que la que Kant expresaba en términos de deber y respeto; si bien envuelto en la atmósfera religiosa o, mejor, mística, en la que Jesús presentó todo su mensaje.
    Así el “formalismo moral” de la filosofía kantiana empata con lo que el jesuita español llama el “formalismo del amor”, que puede explicar el radicalismo de la exigencia moral de Jesús, así como su estilo utópico, de propuesta de ideales, si las Bienaventuranzas son interpretadas en esta clave. La exigencia moral evangélica se cifra en una opción fundamental que determina una actitud y, sólo a través de ella, los actos concretos. Eso precisamente se expresa en el hecho de llamar a la “conversión”.
    En la propuesta de filosofía moral del filósofo español no es tan clara la solución al problema en que quepa formular normas concretas. Piensa Gómez Caffarena que, en la mayoría de los casos lo más razonable sería conservar para los mismos pronunciamientos de Jesús el estatuto de “ideales”, y no forzar la aplicación a ellos de los pronunciamientos propios de la moral de normas (casuística, etc.).
   Cuando se trate de determinar aquellas que hayan de poder ser consideradas “normas morales cristianas”, es decir, contenidos objetivos de valoración moral universalmente determinantes de lo “correcto” de una acción, y aun independientemente de su asunción por una actitud subjetiva moralmente “buena”, habrá que hacerlo, sugiere el filósofo, por su relación con el supremo principio moral (el “amor”, agápe). Para poder hacer aplicaciones concretas sugiere mediar el principio supremo con un método de selección por afinidad, en el cual habrán de tomarse básicamente en consideración relaciones relativas a los fines de las acciones particulares (teleológicas). Quien ha de actuar por amor a los otros seres humanos habrá de preguntarse siempre por los fines que cada persona se propone o propondría, situándolos en el ámbito de los fines generales de todos; será necesario, asimismo, preguntar por los medios más aptos para llegar a ellos.
    Más que afín a una Ética del deber por el deber (deontológica), la imagen de la moral que se desprende de esta propuesta asume mucho de la “Ética de responsabilidad”, sin quedarse en una  “Ética de convicciones” (Max Weber).
  Gran parte de la ética normativa que así surja corresponderá a las normas constitutivas de las instituciones humanas básicas. Así surgen los “deberes de fidelidad, de justicia…” a los que es razonable añadir un resto de normas que no corresponden a instituciones definidas; éstas suelen llevar el título de “deberes de amor” (“de misericordia”, etc.), pero hay que prevenir contra el equívoco que esto provoca cuando, por otra parte, se está manteniendo que el amor (en el sentido más general en el que a él se refiere el mandato general evangélico) es principio supremo.
   Además de tener en cuenta las normas morales de lo “correcto”, la elección moral concreta de quien opte por seguir a Jesús deberá apoyarse decisivamente en el dictamen de su conciencia. Cada cristiano, en cada caso, tiene que ejercitar esa misma “selección por afinidad” por la que puede razonarse la formulación de normas.
Esta aproximación a una filosofía moral cristiana desde los relatos de la predicación de Jesús no implica poner en entredicho la “interpretación formal” al asumir una filosofía moral centrada en la felicidad (eudemonista), como podrían sugerirlo la lectura literal de fórmulas que hablan de “recompensa” “premio o castigo”.
   La filosofía moral eudemonista es la que define el mismo bien moral y su exigencia (el deber) desde la búsqueda de la felicidad, en la que se hace consistir, sin más, el supremo bien). La interpretación del “formalismo del amor” no excluye el que sea necesario admitir también motivaciones que buscan la felicidad por medio de la acción humana. Para Kant la moral exigía excluirlas. El Rabbi de Nazareth no mostró ese tipo de preocupación; pero tampoco la fomentó especialmente, y el amor que inculcaba conduce, más bien, a superarlas. Quien le sigue tiene que estar dispuesto a “perder su vida” (Mc 8, 35 y paral.) Paradójicamente, “perdiéndola la gana”, como “queriendo salvarla, la perdería”.
    El motivo que Jesús pone para su exigencia moral es “el reinado de Dios” –cuya cercanía constituye la buena noticia, aceptada en fe en la conversión. El reino es lo que confiere a esa exigencia su índole esencialmente religiosa.  Aunque, quizá adaptando su lenguaje a sus auditorios, Jesús presente el reino de Dios como una “recompensa”, piensa Gómez Caffarena que lo que con ello está manteniendo es que el mismo amor que pide vale por sí mismo. Ese amor es ya “reinado de Dios” porque supone que la iniciativa amorosa proviene de Él, contribuye a hacerla gozosamente real en la historia humana y dispone a su gratuita plenitud del fin de los tiempos. El centro es la gratuidad total del amor. Jesús no inculca que haya que actuar por una recompensa del Padre distinta del amor mismo; lo que inculca es la fecundidad del amor. La comunidad cristiana, que reconoce que la felicidad es precaria, goza el amor que genera.

     Pensamos que una propuesta como esta no solo resulta altamente sugerente, sino que ayuda a poner en diálogo al Evangelio con una de las mentes más fecundas y esclarecidas del pensamiento moderno.

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