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lunes, 17 de noviembre de 2014

Ignacio Ellacuría Beascoechea S.J.

Filósofo, escritor y teólogo español, naturalizado salvadoreño



Sacerdote español nacido el 9 de noviembre de 1930. En 1949 fue enviado a El Salvador al noviciado de Santa Tecla. Completó sus estudios de Humanidades y estudió Filosofía en Quito y en 1955 se licenció en Filosofía. Estudió teología con Karl Rahner. Se ordenó el año 1961. Realizó los estudios para el doctorado en Madrid de 1962 al 1965 en la Universidad Complutense, bajo la dirección de Xabier Zubiri. Su tesis doctoral lleva por título: La principialidad de la esencia en Xabier Zubiri.

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  En 1967 regresa a El Salvador para incorporarse a la Universidad Centroamericana (UCA) "José Simeón Cañas" como profesor. Mantiene la colaboración con Xavier Zubiri y viaja a menudo a España. En 1969 logra que la UCA asuma la revista de Estudios Centro Americanos (ECA), en la que publica muchos de sus artículos filosóficos, teológicos y políticos. En 1972 es nombrado Director del Departamento de Filosofía y en 1973 publica su libro Teología política. En 1974 funda el Centro de Reflexión Teológica en la UCA. En 1975 participa en el homenaje a Karl Rahner, sintetizando en un ensayo las denominadas "Tesis sobre posibilidad, necesidad y sentido de una Teología Latinoamericana".

  1976 es nombrado director de la revista de Estudios Centroamericanos (ECA). La publicación del famoso editorial "A sus órdenes, mi capitán" ocasionó la retirada del apoyo económico del Gobierno salvadoreño a la UCA, provocando además una clara violencia paramilitar contra la Universidad. El 12 de marzo de 1977 el p. Rutilio Grande y todos los jesuitas son amenazados de muerte por lo que Ellacuría puede volver a El Salvador hasta agosto de 1978.

  En 1979 se produce un Golpe de Estado de la Junta de Gobierno en El Salvador. Se desencadena una cruel violencia y guerra en el país. El 24 de marzo de 1980, , es asesinado el arzobispo Óscar Romero y, a finales de ese mismo año, Ellacuría sale de nuevo "desterrado" a España. Ellacuría aprovecha su viaje a España para publicar algunas obras de Zubiri.

Desde 1980, El Salvador vivirá una larga guerra civil de doce años. Tras la muerte de Zubiri (año 1983), Ellacuría es nombrado Director del Seminario Xavier Zubiri.

  En noviembre de 1989 Ellacuría recibió en Barcelona el Premio de la Fundación Comín, otorgado a la UCA de San Salvador. Adelantó su regreso a El Salvador, para intentar mediar una vez más en pro de la paz y la convivencia. Como altavoz de la Teología de la Liberación, dado su prestigio intelectual y su valiente denuncia de la situación del país, como defensor de la liberación del pueblo y de las mayorías populares.


  El 16 de noviembre de 1989 fue asesinado por un pelotón del batallón Atlácatl de la Fuerza Armada de El Salvador, bajo las órdenes del coronel René Emilio Ponce, en la residencia de la Universidad, junto con otros compañeros jesuitas.




jueves, 6 de noviembre de 2014

Inalienable dignidad humana

IFFIM, Tlaquepaque 5 de noviembre de 2014  

Forma parte de la dignidad, a diferencia de una posición de poder, que su portador representa algo que en sí está lleno de majestad, algo venerable. A diferencia del poder, que puede obligar a someterse a él, la dignidad es algo frente a lo cual uno se inclina o debería de inclinarse libremente. A diferencia del poder, el modo en que aparece la realidad de la dignidad, esencialmente, puede ser lastimado con relativa facilidad. Aquello en virtud de lo cual algo tiene dignidad es indestructible (la idea del derecho, la santidad de Dios, etc.). Pero basta con que el representante que, por esa representación es portador de dignidad, sea despreciado, para que se vuelva incapaz de ejercer su función.
Dignidad humana” quiere decir que el hombre es portador de dignidad por el solo hecho de ser hombre. Una palabra antigua para una dignidad y para un portador de dignidad es persona.1
  Dignidad personal y dignidad humana significan lo mismo. El ser humano no puede ser intercambiado por nada ni ha de ser utilizado para algún fin. No tiene precio ni tiene valor de cambio. Parece más exacto decir que el hombre “es” esta dignidad, más que decir que la “tiene”. No se la ha merecido o elaborado.
Por su propia índole la dignidad no es constituida mediante el reconocimiento. Sin embargo, no es una realidad cerrada en sí misma, sino que está siempre remitida al debido respeto y también a la posible falta de respeto.
  Majestad y vulnerabilidad, forman parte de la dignidad. El abuso y el desprecio suspenden el sentido de la dignidad, pero no la dignidad misma. La dignidad se sostiene también de modo contrafáctico. Los hechos que la contradicen, la subrayan.
  El significado del respeto se esclarece por su opuesto: el desprecio. El no tomar, por principio, a alguien en serio; el no dejar, por principio, que alguien tome la palabra; el disponer del cuerpo o de los bienes de alguien en contra de su voluntad; obligar a alguien a adoptar opiniones de las que él no siente poder participar; el negar a alguien la posibilidad de desarrollar su personalidad. Son ejemplos del desprecio.
  La idea de la dignidad humana implica que también las personas que aún no han desarrollado alguna necesidad sean respetadas. Lo mismo vale para las personas que, a causa de la desesperación, se las han arreglan para ya no exigir más respeto. Incluso los muertos, que ya no pueden presentar exigencias, según el sentir común, tienen derecho al respeto en el trato con su recuerdo y sus cadáveres.
  La dignidad implica el concepto del Derecho. El derecho de ser respetado no expresa solamente un anhelo fáctico, sino que es una exigencia que vale no solo frente a las otras personas, sino incluso frente a sí mismo. No solo existe la obligación de respetar a otros, sino también la obligación de respetarse a sí mismo. Uno espera y exige algo de sí mismo. La dignidad está vinculada a la responsabilidad. No es un privilegio. Ningún valor está por encima de ella.
Todos los hombres tenemos obligaciones frente a cada ser humano. El Estado está obligado a respetar la dignidad, a abstenerse de ciertas intervenciones y a garantizar un mínimo de condiciones para poder vivir una vida digna.

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¿Qué tiene que ocurrir para que el hombre descubra las cosas más valiosas?
Lo que nos inclina hoy a poner frente a nosotros la dignidad humana no es la afirmación auto-complaciente del humanismo. Es el estupor y el pánico ya no solo ante la tentación, sino frente a los hechos que niegan la humanidad del hombre. Podríamos preguntar ¿De dónde procede en el hombre el deseo de deshacerse de su humanidad?
  En algún momento de su historia el hombre debió verse movido a la veneración de algún congénere. Algún atributo pudo haber dado motivo a la reverencia de unos por otros. Algún poder, la fuerza, la santidad, la edad, pudieron llevar al hombre a venerar a otro hombre. Nació así el acto de supremo reconocimiento, la experiencia de un valor supremo.
 La historia humana puede ser leída bajo la clave del reconocimiento y desconocimiento de esa valía, esa dignitas. En algún momento este valor preeminente dejó de ser monopolio de unos pocos para ser la reivindicación para todos. Esto costó masacres, ríos de sangre. Se abrió paso así la razón y la conciencia.
  La dignidad es una cualidad simple. Comprensible para la razón práctica, cuando advierte lo incondicional del llamado de su propia conciencia en la que resuena Otra voz. Su sentido se atisba cuando la persona advierte lo indestructible que hay en su ser. “Visible a los ojos del corazón”. Nace de la experiencia de lo inconcebible de ser portador de algo absoluto. Es el valor que proviene de poder extender la mirada hacia un prójimo, al grado de deponer el propio interés en favor de él y de intereses más trascendentes. Más aún, de afirmarlo incondicionalmente en su derecho de ser. La dignidad arraiga en la capacidad de entender, de auto-determinarse, particularmente, de cara a los otros, de salir de sí y de abrirse al misterio agraciante al que llamamos Dios.

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Lo más valioso es lo más real. Y cuanto más real, menos tangible. No es una cualidad empírica ni depende de nada del orden puramente orgánico. Tampoco es una mera convención de reconocimiento mutuo, en aras de salvaguardar, tácticamente, la propia vida. La razón no es sin más el órgano del valor de la persona. Tampoco lo es la mera percepción. Hace falta el sentido de la persona. Hacen falta, quizá, profundas experiencias de admiración o de decepción. Hace falta la revelación de una grandeza en un rostro cualquiera. Hace falta, quizá, la imposición de un poder que arrebata al sujeto de su auto-centrismo. Más si ese rostro está mutilado, si resulta repugnante. Hace falta sentir el dolor ajeno como propio.

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El supremo valor se instaura en la tierra cada vez que nace un ser humano. La palabra dignidad sembró en el férreo mundo la remisión indeleble a lo sagrado. Nada destruye lo que significa. Ni la masacre, ni la muerte, ni la sordidez de los ciegos que la niegan, ni la sorna de los malvados, ni la molicie en la que podemos encubrirla, ni la estupidez del empeño en minimizar su alcance, ni la tibieza o el desatino de sus torpes defensores, ni el todo de horror en que nos sumerge su negación fáctica. Nada destruye su razón de ser. Porque es inalienable. Nada la depone, porque, creemos, es el sello del Eterno en la carne de los hombres.
  El significado de ciertos postulados se esclarece ahí donde su contenido es devastadoramente negado. Al hombre se le puede someter, se le puede denigrar, se le puede envilecer; se le pueden arrancar los ojos, la piel, se le puede torturar hasta lo indecible. La brutalidad es de las cosas más visibles en el mundo.
  Las personas pueden ser mutiladas, negadas, sacrificadas, pero nunca destruidas. Lo absoluto de ellas es lo que les es más propio. Su dignidad, así se le haya arrancado la vida, señala lo indestructible. Su preeminencia en absoluta. Es imagen de Aquél a quien está remitido y a quien afirma implícitamente en cada acto de conocimiento, de reconocimiento y de responsabilidad.

Decía un joven poeta:
Donde quiera que alguien llora,
el llanto es nuestro.
Dondequiera que un gusano es atormentado,
Nuestra es la silenciosa angustia.

  ¿Qué diremos cuando advertimos que un hermano es pisoteado como un gusano? Con la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapan la humanidad, en ellos y en nosotros, ha sido gravemente herida. Nuestras personas han sido laceradas. Pero la barbarie no ha logrado enmudecerlos. La ignominia no es la última palabra. No la diremos nosotros. El silencio de los jóvenes desaparecidos es un clamor. Los rostros de las personas ya han comenzado a interpelarnos. ¿Qué diremos frente al “rostro” desollado?



1 Según un uso de la antigua Roma, decir, “Personam suam amittere” quiere decir que alguien pierde su dignidad o su posición como libre ciudadano…” Dice Casiodoro (Variae VI, 8 (Patrologia Latina 69, 689). En este sentido los esclavos no tienen persona delante de la ley (“Servi personam legibus non habent” Citado por Haeffner, Wege in die Freiheit, Kohlhammer, Stuttgart, 2006, p. 73 nota 5).