IFFIM, Tlaquepaque 5 de noviembre de 2014
Forma
parte de la dignidad, a diferencia de una posición de poder, que su
portador representa algo que en sí está lleno de majestad, algo
venerable. A diferencia del poder, que puede obligar a someterse a
él, la dignidad es algo frente a lo cual uno se inclina o debería
de inclinarse libremente. A diferencia del poder, el modo en que
aparece la realidad de la dignidad, esencialmente, puede ser
lastimado con relativa facilidad. Aquello en virtud de lo cual algo
tiene dignidad es indestructible
(la idea del derecho, la santidad de Dios, etc.). Pero basta con que
el representante que, por esa representación es portador de
dignidad, sea despreciado, para que se vuelva incapaz de ejercer su
función.
“Dignidad
humana” quiere decir que el hombre es portador de dignidad por el
solo hecho de ser hombre. Una palabra antigua para una dignidad y
para un portador de dignidad es persona.
Dignidad
personal y dignidad humana significan lo mismo. El ser humano no
puede ser intercambiado por nada ni ha de ser utilizado para algún
fin. No tiene precio ni tiene valor de cambio. Parece más exacto
decir que el hombre “es” esta dignidad, más que decir que la
“tiene”. No se la ha merecido o elaborado.
Por su
propia índole la dignidad no es constituida mediante el
reconocimiento. Sin embargo, no es una realidad cerrada en sí misma,
sino que está siempre remitida al debido
respeto y también a la posible falta de respeto.
Majestad y
vulnerabilidad, forman parte de la dignidad. El abuso y el desprecio
suspenden el sentido de la dignidad, pero no la dignidad misma. La
dignidad se sostiene también de modo contrafáctico. Los hechos que
la contradicen, la subrayan.
El
significado del respeto se esclarece por su opuesto: el desprecio. El
no tomar, por principio, a alguien en serio; el no dejar, por
principio, que alguien tome la palabra; el disponer del cuerpo o de
los bienes de alguien en contra de su voluntad; obligar a alguien a
adoptar opiniones de las que él no siente poder participar; el negar
a alguien la posibilidad de desarrollar su personalidad. Son ejemplos
del desprecio.
La idea de
la dignidad humana implica que también las personas que aún no han
desarrollado alguna necesidad sean respetadas. Lo mismo vale para las
personas que, a causa de la desesperación, se las han arreglan para
ya no exigir más respeto. Incluso los muertos, que ya no pueden
presentar exigencias, según el sentir común, tienen derecho al
respeto en el trato con su recuerdo y sus cadáveres.
La dignidad
implica el concepto del Derecho. El derecho de ser respetado no
expresa solamente un anhelo fáctico, sino que es una exigencia que
vale no solo frente a las otras personas, sino incluso frente a sí
mismo. No solo existe la obligación de respetar a otros, sino
también la obligación de respetarse a sí mismo. Uno espera y exige
algo de sí mismo. La dignidad está vinculada a la responsabilidad.
No es un privilegio. Ningún valor está por encima de ella.
Todos los
hombres tenemos obligaciones frente a cada ser humano. El Estado está
obligado a respetar la dignidad, a abstenerse de ciertas
intervenciones y a garantizar un mínimo de condiciones para poder
vivir una vida digna.
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¿Qué tiene
que ocurrir para que el hombre descubra las cosas más valiosas?
Lo que nos
inclina hoy a poner frente a nosotros la dignidad humana no es la
afirmación auto-complaciente del humanismo. Es el estupor y el
pánico ya no solo ante la tentación, sino frente a los hechos que
niegan la humanidad del hombre. Podríamos preguntar ¿De dónde
procede en el hombre el deseo de deshacerse de su humanidad?
En algún
momento de su historia el hombre debió verse movido a la veneración
de algún congénere. Algún atributo pudo haber dado motivo a la
reverencia de unos por otros. Algún poder, la fuerza, la santidad,
la edad, pudieron llevar al hombre a venerar a otro hombre. Nació
así el acto de supremo reconocimiento, la experiencia de un valor
supremo.
La historia
humana puede ser leída bajo la clave del reconocimiento y
desconocimiento de esa valía, esa dignitas. En algún momento este
valor preeminente dejó de ser monopolio de unos pocos para ser la
reivindicación para todos. Esto costó masacres, ríos de sangre. Se
abrió paso así la razón y la conciencia.
La dignidad
es una cualidad simple. Comprensible para la razón práctica, cuando
advierte lo incondicional del llamado de su propia conciencia en la
que resuena Otra voz. Su sentido se atisba cuando la persona advierte
lo indestructible que hay en su ser. “Visible a los ojos del
corazón”. Nace de la experiencia de lo inconcebible de ser
portador de algo absoluto. Es el valor que proviene de poder
extender la mirada hacia un prójimo, al grado de deponer el propio
interés en favor de él y de intereses más trascendentes. Más aún,
de afirmarlo incondicionalmente en su derecho
de ser. La dignidad arraiga en la capacidad
de entender, de auto-determinarse, particularmente, de cara a los
otros, de salir de sí y de abrirse al misterio agraciante al que
llamamos Dios.
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Lo más
valioso es lo más real. Y cuanto más real, menos tangible. No es
una cualidad empírica ni depende de nada del orden puramente
orgánico. Tampoco es una mera convención de reconocimiento mutuo,
en aras de salvaguardar, tácticamente, la propia vida. La razón no
es sin más el órgano del valor de la persona. Tampoco lo es la mera
percepción. Hace falta el sentido de la persona. Hacen falta, quizá,
profundas experiencias de admiración o de decepción. Hace falta la
revelación de una grandeza en un rostro cualquiera. Hace falta,
quizá, la imposición de un poder que arrebata al sujeto de su
auto-centrismo. Más si ese rostro está mutilado, si resulta
repugnante. Hace falta sentir el dolor ajeno como propio.
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El supremo
valor se instaura en la tierra cada vez que nace un ser humano. La
palabra dignidad sembró en el férreo mundo la remisión indeleble a
lo sagrado. Nada destruye lo que significa. Ni la masacre, ni la
muerte, ni la sordidez de los ciegos que la niegan, ni la sorna de
los malvados, ni la molicie en la que podemos encubrirla, ni la
estupidez del empeño en minimizar su alcance, ni la tibieza o el
desatino de sus torpes defensores, ni el todo de horror en que nos
sumerge su negación fáctica. Nada destruye su razón de ser. Porque
es inalienable. Nada la depone, porque, creemos, es el sello del
Eterno en la carne de los hombres.
El
significado de ciertos postulados se esclarece ahí donde su
contenido es devastadoramente negado. Al hombre se le puede someter,
se le puede denigrar, se le puede envilecer; se le pueden arrancar
los ojos, la piel, se le puede torturar hasta lo indecible. La
brutalidad es de las cosas más visibles en el mundo.
Las personas
pueden ser mutiladas, negadas, sacrificadas, pero nunca destruidas.
Lo absoluto de ellas es lo que les es más propio. Su dignidad, así
se le haya arrancado la vida, señala lo indestructible. Su
preeminencia en absoluta. Es imagen de Aquél a quien está remitido
y a quien afirma implícitamente en cada acto de conocimiento, de
reconocimiento y de responsabilidad.
Decía un
joven poeta:
Donde
quiera que alguien llora,
el llanto
es nuestro.
Dondequiera
que un gusano es atormentado,
Nuestra
es la silenciosa angustia.
¿Qué
diremos cuando advertimos que un hermano es pisoteado como un gusano?
Con la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapan la humanidad, en
ellos y en nosotros, ha sido gravemente herida. Nuestras personas han
sido laceradas. Pero la barbarie no ha logrado enmudecerlos. La
ignominia no es la última palabra. No la diremos nosotros. El
silencio de los jóvenes desaparecidos es un clamor. Los rostros de
las personas ya han comenzado a interpelarnos. ¿Qué diremos frente
al “rostro” desollado?